LAS MASCARAS DE NYARLATHOTEP- CC- 3.31
HORROR EN LAS PROFUNDIDADES
Miguel Ángel (4).......David Perchov..............Teniente del ejército de EE.UU.
Migu3l (4)...............Frank Donahew.............Arqueólogo del Museo Egipcio
Pablo (2)................Yusut..........................Peón y testigo involuntario
Lvis (6)...................Steve Donahew............Antropólogo del Museo Egipcio y profesor de Universidad
Con la ayuda de Yusut, el grupo llega a la zona de las tumbas, en donde hay una losa de piedra de aspecto antiguo tras la que se esconde la entrada a los subterráneos. Tras dejar el todoterreno en el que llegan en las inmediaciones, retiran la losa, y descubren una rampa de suave pendiente que desciende a la oscuridad.
La rampa conduce a un pasaje estrecho e irregular. Los investigadores, que van armados hasta los dientes y portan linternas eléctricas (salvo Yusut, que lleva una antorcha) avistan momentáneamente un ser informe que no deja rastro ni señal a su paso. Aún más nerviosos, siguen internandose en el túnel, y tras un par de giros llegan a un tunel que parece ser más principal. Para su sorpresa, las brújulas comienzan a fallar.
En las profundidades de la tierra el silencio es total e incluso opresivo. Todos tienen la terrible impresión del enorme peso de la tierra y las piedras que hay sobre su cabeza. De vez en cuando alguna pequeña brisa hace oscilar la antorcha de Yusut. No hay luz, a excepción del brillo ocasional de algunos hongos de color púrpura o verde pútrido, de consistencia gomosa y de tacto repugnante. Con frecuencia se abren a uno y otro lado alcobas votivas y túneles secundarios como el que han usado para entrar. Algunos parecen estar excavados en roca viva; otros parecen antiguos cursos de agua o fracturas en la roca; otros dan la impresión de que la roca hubiera sido disuelta mediante ácidos y otros han sido evidentemente excavados mediante zarpas y colmillos de seres extraños.
El grupo continúa avanzando. El túnel está excavado en roca viva y es obviamente de construcción humana. El suelo es por lo general llano, y el túnel mide siempre por lo menos 2,40 m. de ancho y lo mismo de alto. Las paredes están decoradas con macabras imágenes que muestran hombres con cabeza de animal, animales con miembros humanos y seres extraños realizando actividades crueles, repugnantes y obscenas.
Una piedra pequeña cae del techo sobre la cabeza del pobre Yusut, abriéndole una herida. El grupo hace callar sus protestas y continúa la marcha, hasta una zona del túnel en la que está bordeado de unas extrañas rosas negras. El Teniente Perchov indica que es una variedad de rosa desconocida para la ciencia; el siempre avispado Steve Donahew señala que sí que debe de ser extraña, ya que florece sin luz. Su primo Frank guarda un pétalo de muestra; no cogen una flor por miedo al posible veneno de sus espinas (N. del G.: no hay tal).
Comienza a ser imposible saber cuánta distancia llevan recorrida y en donde se encuentran. Sólo los relojes les sirven de ayuda, dándoles al menos el dato del tiempo pasado. En la negrura comienzan a oír algo que gotea, más adelante. Con precuación, se acercan a la fuente del ruido. Un líquido cálido y rojizo gotea del techo; las piedras de debajo están resbaladizas. La “sangre” no parece proceder de ninguna parte.
Continúan avanzando por el laberinto subterráneo, sin atreverse a salir en ningún momento del túnel principal. De repente, un hedor pútrido rodea a los investigadores; Yusut no puede contenerse y vomita incontroladamente.
Tras dos horas en el túnel principal, éste ha ido girando constantemente y volviéndose irregular. Frank Donahew, que iba delante, tiene la mala fortuna de caer a un pozo de 5m. de profundidad poco visible en el claro-oscuro de las linternas. Afortunadamente no sufre daños graves. Como portaban cuerdas, le rescatan fácilmente y continúan la marcha.
Vanheuvelen y Yusut hacen parar al grupo; en el límite de la audición, llegan a oír trozos de una conversación en Árabe; hay dos hombres comentando que puede haber intrusos en los túneles. Las voces no pueden ser localizadas. La paranoia aumenta cuando más adelante se oyen risitas, gruñidos, y gemidos macabros en la oscuridad.
Tras casi tres horas en las profundidades, del túnel principal una amplia escalinata desciende unos 30 m. Sólo unas pocas antorchas iluminan la escalera y el vasto recinto al que conduce. Aunque el túnel principal continúa, los investigadores intuyen que éste debe ser el lugar que buscan. Descendiendo lentamente la escalera, llegan a una enorme cámara. El suelo es de mármol negro veteado, y es excepcionalmente brillante y resbaladizo. La penumbra y la gran amplitud del salón no permiten ver ni techo ni paredes. Es tan enorme que los ruidos normales no producen eco. Numerosos pilares de piedra negra se alzan hacia la oscuridad.
Mientras contemplan todo, desde la oscuridad una voz ominosa les ordena “Arrojad lejos de vosotros las armas y levantad las manos”. No hacen caso, y otra voz da un ultimátum: “No habrá más avisos, obedeced o morid”. Frank enciende una de las bengalas que portaba y las arroja al suelo. Entonces pueden ver que en la parte superior de la escalera y entre las columnas hay dos decenas de terribles monstruos, que les cierran la escapatoria. Tienen cuerpo de hombres momificados, pero cosidas al cuello tiene cabezas de búfalo, ibis, halcón, cocodrilo, leopardo, hipopótamo y gato. En ese momento, los aterrorizados investigadores dejan caer al suelo las armas que llevan en las manos. La primera voz dice: “Seguid a nuestros guardianes, en silencio, y sin hacer estupideces”.
Algunos de los seres recogen las armas y el resto les escoltan hacia las profundidades de la cámara. Más allá de las columnas hay un enorme espacio rectangular, de unos 30x90 m, flanqueado por más columnas. En primer lugar hay unas escaleras, que descienden hacia ignominiosas profundidades, de donde emana una luz color rojo rubí y en cuyo brillo se difuminan los escalones que hay más abajo. Se Pueden oír gemidos y aullidos espantosos que proceden de allí. Más adelante bordean un gran pozo cuadrado, de unos 20m. de lado. Está lleno de agua hasta unos dos metros y medio del borde; hay minúsculas oscilaciones que no dejan de turbar la superficie del agua. (N del G.: el pozo, que se usa para sacrificios rituales, está a rebosar de grotescas sanguijuelas) No se distingue el fondo.
Más allá del pozo aguardan una veintena de hombres vestidos con elaboradas túnicas negras con capucha, con un bordado en oro en el pecho con forma de ankh invertido, y todos ellos portan su respectivo par de cetros, uno acabado en gancho, y otro en ankh invertido. Van encapuchados, de tal forma que en la penumbra no se les puede ver la cara. Les aguardan formando un semicírculo mirando hacia el pozo, con los bastones cruzados frente a su pecho. Las criaturas que les escoltan quedan detrás de los investigadores, cerrando junto con los encapuchados un círculo en el que les encierran. (N. del G.: los presentes son la totalidad de los sacerdotes de la Hermandad del Faraón Negro –Gavigan incluido).
Detrás de los hombres hay un altar, un cuadrado de unos siete metros y medio en lo alto, al que conducen desde tres lados sendas escalinatas de cuatro metros y medio. En lo alto reposa el sarcófago de la Reina Nitocris sobre un bloque sacrificial blanco. En las cuatro esquinas del altar han sido esculpidos unos braseros de piedra en los que arde una luz amarilla enfermiza. Junto a la piedra del altar aguarda otro hombre, que viste una túnica negra mucho más sencilla que la de los otros y sin capucha, y que porta en sus manos una extraña urna (N. del G.: que contiene las cenizas de Shakti, necesarias para llevar a cabo su resurrección).
Más allá se intuye en la penumbra una pasarela a unos nueve metros de altura, que llega hasta otra escalera que la comunica con el nivel en el que se encuentran los investigadores. La pasarela no es simétrica, y no hay otra escalera al otro lado, sino que continúa hacia la oscuridad.
Uno de los sacerdotes, con acento inglés (N. del G.: aunque es británico, no es Gavigan) dice: “Dr. clive, por favor, proceda a registrar a nuestros... visitantes”. En ese momento el hombre que había junto al altar deja la urna a los pies del sarcófago y empieza a descender las escaleras. Viendo que algunos de los investigadores obviamente están en tensión, para atacar a la mínima posibilidad, los sacerdotes se ven obligados a lanzar otra advertencia, y tras un gesto con los cetros de uno de los sacerdotes Vanheuvelen, al que ya consideran inútil para sus propósitos, entra en combustión espontánea de forma instantánea, con mortales consecuencias. Tras la demostración de poder casi todos los investigadores cambian de idea. El Dr. Clive se acerca a registrar al primero, que resulta ser el Teniente Perchov. Obligado por la presión de portar la daga y por la locura, el Teniente arremete contra el Dr. Clive, y ambos acaban igual que el holandés (N. del G.: Aunque el teniente llevaba dinamita, este fuego impío no calienta el entorno, sólo incinera a las víctimas, y no la hace detonar). Uno de los desagradables seres continúa lo que el Dr. Clive ha dejado inconcluso, y les quita todo lo que llevan encima, ropa incluida, dejándoles totalmente desnudos. La criatura recoge todas las posesiones del grupo (también las de Vanheuvelen y las del Teniente Perchov) y las amontona ante uno de los sacerdotes.
A estas alturas los investigadores se lo han hecho todo encima y están en estado semicatatónico, así que no reaccionan cuando a espaldas de los sacerdotes, una silueta de pantera salta ágilmente desde la pasarela hasta el altar, cayendo tras el sarcófago. Inmediatamente después, ven erguirse una silueta de mujer, que tras observar un instante vuelve a agazaparse en la oscuridad.
El sacerdote con acento inglés continúa hablando: “En la segunda mitad del S XVIII a.C., Nophru-Ka, poderoso sacerdote y dirigente egipcio, fue uno de los primeros miembros del movimiento separatista que se originó en el delta del Nilo, y que se denominó posteriormente XIV dinastía. Él y sus seguidores adoraban a nuestro señor oscuro en templos secretos subterráneos (como éste), y con su poderosa ayuda, Nophru-Ka trazó siniestros designios para el faraón. Enterado del complot contra su vida y su reino, el faraón Klasekehmre Neferhotep I envió espías y asesinos hasta los lugares más remotos del reino en busca del gran sacerdote. Por fin, le encontraron en un templo subterráneo secreto, en lo más profundo de los desiertos occidentales. Hallándole arrodillado para rezar, los asesinos le atacaron, hiriéndole de muerte antes de ser literalmente despedazados por sus fieles seguidores. Con su último aliento, Nophru-Ka pronunció la profecía que más tarde fue reproducida por el árabe loco Abd al-Azrad:
“y se soñó de nuevo con el sacerdote Nophru-Ka, y con las palabras que pronunció en su muerte; cómo el hijo se alzaría para reclamar el título, y que el hijo dirigiría el mundo en nombre de su padre, y vengaría la muerte de éste, y llamaría a la Bestia a la que se adora, y las arenas beberían sagre de la semilla del faraón; y esto es lo que profetizó Nophru-Ka”
Cuando el faraón tuvo conocimiento de la muerte de Nophru-Ka, sus seguidores habían tenido tiempo de llevar el cuerpo a un pequeño valle, donde le enterraron en una tumba construida apresuradamente.
Esta tumba es la que, mediante la expedición Clive, estamos buscando. Al parecer, la información necesaria para encontrar el paradero exacto se encuentra en ciertos pergaminos ligeramente posteriores, conocidos como los Ritos Fúnebres de Luveh-Keraph. Según averiguamos más tarde, dichos pergaminos se encontraban en manos de una sacerdotisa de Bast, escondidos en un templo secreto en el casco antiguo. Ninguno de nosotros ni de los hombres de la Hermandad podría robarlos, porque eso nos delataría; el templo de Bast está vigilado constantemente. En ese momento fue cuando apareció nuestro recientemente fenecido títere holandés, rogando al Dr. Clive que le dejara volver a ser miembro de la expedición. Sabíamos que el holandés robaría los pergaminos si le proporcionábamos la ubicación del templo. Sin embargo, su codicia era más grande de lo que pensábamos, y se escondió en algún rincón de la ciudad consiguiendo eludirnos por un tiempo. Fue en ese momento cuando apareció la señorita Wells, a la que cuando estábamos siguiendo nos condució hasta el holandés.”
En ese momento otro de los sacerdotes le interrumpe (N. del G.: éste sí es Gavigan) con palabras cargadas de odio, en contraste con la prepotente tranquilidad del anterior: “¡Por supuesto, esa puta no está presente! Siempre se escurre como agua entre los dedos, y se limita a mandar constantemente zánganos que le hagan el trabajo sucio. Por cada uno que matamos, aparece otro que le sustituye. ¿¡Qué os ha prometido para atreveros a enfrentar nuestra ira!? ¿Riquezas? ¿Poder? ¡Si pudiera...”
El primero vuelve a tomar la palabra, interrumpiendo los gritos de Gavigan: “Veamos que traían nuestros amigos”. Y el sacerdote que tenía ante él las pertenencias empieza a investigar. Muestra a todos las inútiles armas, los explosivos, etc. Un coro de estruendosas carcajadas surge de los hombres encapuchados. Súbitamente, las risas cesan cuando el sacerdote alza uno de los objetos para que todos lo vean. Se oyen murmullos: “¿Es la Daga?”, “La Daga de Thoth...”, “¿Pero cómo...?”, “Imposible”. El sacerdote que sostiene la daga empieza a decir “No, no es la...”
Una voz femenina interrumpe sus cavilaciones: “¡Tirad los cetros! ¡Dejadles ir!” Un sin fin de pares de ojos de felino observa al círculo desde las tinieblas del templo. Amenazadores rugidos secundan la orden de Neris. Los sacerdotes oscuros ven, impotentes, como Neris apunta con la verdadera Daga de Thoth sobre el ojo de la momia de Nitocris. Sin opciones, los sacerdotes arrojan los cetros. “¡No te saldrás con la tuya!” grita uno. Neris sonríe maliciosamente y hace una seña a los anodadados investigadores para que se acerquen al altar.
La rampa conduce a un pasaje estrecho e irregular. Los investigadores, que van armados hasta los dientes y portan linternas eléctricas (salvo Yusut, que lleva una antorcha) avistan momentáneamente un ser informe que no deja rastro ni señal a su paso. Aún más nerviosos, siguen internandose en el túnel, y tras un par de giros llegan a un tunel que parece ser más principal. Para su sorpresa, las brújulas comienzan a fallar.
En las profundidades de la tierra el silencio es total e incluso opresivo. Todos tienen la terrible impresión del enorme peso de la tierra y las piedras que hay sobre su cabeza. De vez en cuando alguna pequeña brisa hace oscilar la antorcha de Yusut. No hay luz, a excepción del brillo ocasional de algunos hongos de color púrpura o verde pútrido, de consistencia gomosa y de tacto repugnante. Con frecuencia se abren a uno y otro lado alcobas votivas y túneles secundarios como el que han usado para entrar. Algunos parecen estar excavados en roca viva; otros parecen antiguos cursos de agua o fracturas en la roca; otros dan la impresión de que la roca hubiera sido disuelta mediante ácidos y otros han sido evidentemente excavados mediante zarpas y colmillos de seres extraños.
El grupo continúa avanzando. El túnel está excavado en roca viva y es obviamente de construcción humana. El suelo es por lo general llano, y el túnel mide siempre por lo menos 2,40 m. de ancho y lo mismo de alto. Las paredes están decoradas con macabras imágenes que muestran hombres con cabeza de animal, animales con miembros humanos y seres extraños realizando actividades crueles, repugnantes y obscenas.
Una piedra pequeña cae del techo sobre la cabeza del pobre Yusut, abriéndole una herida. El grupo hace callar sus protestas y continúa la marcha, hasta una zona del túnel en la que está bordeado de unas extrañas rosas negras. El Teniente Perchov indica que es una variedad de rosa desconocida para la ciencia; el siempre avispado Steve Donahew señala que sí que debe de ser extraña, ya que florece sin luz. Su primo Frank guarda un pétalo de muestra; no cogen una flor por miedo al posible veneno de sus espinas (N. del G.: no hay tal).
Comienza a ser imposible saber cuánta distancia llevan recorrida y en donde se encuentran. Sólo los relojes les sirven de ayuda, dándoles al menos el dato del tiempo pasado. En la negrura comienzan a oír algo que gotea, más adelante. Con precuación, se acercan a la fuente del ruido. Un líquido cálido y rojizo gotea del techo; las piedras de debajo están resbaladizas. La “sangre” no parece proceder de ninguna parte.
Continúan avanzando por el laberinto subterráneo, sin atreverse a salir en ningún momento del túnel principal. De repente, un hedor pútrido rodea a los investigadores; Yusut no puede contenerse y vomita incontroladamente.
En los túneles
Tras dos horas en el túnel principal, éste ha ido girando constantemente y volviéndose irregular. Frank Donahew, que iba delante, tiene la mala fortuna de caer a un pozo de 5m. de profundidad poco visible en el claro-oscuro de las linternas. Afortunadamente no sufre daños graves. Como portaban cuerdas, le rescatan fácilmente y continúan la marcha.
Vanheuvelen y Yusut hacen parar al grupo; en el límite de la audición, llegan a oír trozos de una conversación en Árabe; hay dos hombres comentando que puede haber intrusos en los túneles. Las voces no pueden ser localizadas. La paranoia aumenta cuando más adelante se oyen risitas, gruñidos, y gemidos macabros en la oscuridad.
Tras casi tres horas en las profundidades, del túnel principal una amplia escalinata desciende unos 30 m. Sólo unas pocas antorchas iluminan la escalera y el vasto recinto al que conduce. Aunque el túnel principal continúa, los investigadores intuyen que éste debe ser el lugar que buscan. Descendiendo lentamente la escalera, llegan a una enorme cámara. El suelo es de mármol negro veteado, y es excepcionalmente brillante y resbaladizo. La penumbra y la gran amplitud del salón no permiten ver ni techo ni paredes. Es tan enorme que los ruidos normales no producen eco. Numerosos pilares de piedra negra se alzan hacia la oscuridad.
Mientras contemplan todo, desde la oscuridad una voz ominosa les ordena “Arrojad lejos de vosotros las armas y levantad las manos”. No hacen caso, y otra voz da un ultimátum: “No habrá más avisos, obedeced o morid”. Frank enciende una de las bengalas que portaba y las arroja al suelo. Entonces pueden ver que en la parte superior de la escalera y entre las columnas hay dos decenas de terribles monstruos, que les cierran la escapatoria. Tienen cuerpo de hombres momificados, pero cosidas al cuello tiene cabezas de búfalo, ibis, halcón, cocodrilo, leopardo, hipopótamo y gato. En ese momento, los aterrorizados investigadores dejan caer al suelo las armas que llevan en las manos. La primera voz dice: “Seguid a nuestros guardianes, en silencio, y sin hacer estupideces”.
Algunos de los seres recogen las armas y el resto les escoltan hacia las profundidades de la cámara. Más allá de las columnas hay un enorme espacio rectangular, de unos 30x90 m, flanqueado por más columnas. En primer lugar hay unas escaleras, que descienden hacia ignominiosas profundidades, de donde emana una luz color rojo rubí y en cuyo brillo se difuminan los escalones que hay más abajo. Se Pueden oír gemidos y aullidos espantosos que proceden de allí. Más adelante bordean un gran pozo cuadrado, de unos 20m. de lado. Está lleno de agua hasta unos dos metros y medio del borde; hay minúsculas oscilaciones que no dejan de turbar la superficie del agua. (N del G.: el pozo, que se usa para sacrificios rituales, está a rebosar de grotescas sanguijuelas) No se distingue el fondo.
Más allá del pozo aguardan una veintena de hombres vestidos con elaboradas túnicas negras con capucha, con un bordado en oro en el pecho con forma de ankh invertido, y todos ellos portan su respectivo par de cetros, uno acabado en gancho, y otro en ankh invertido. Van encapuchados, de tal forma que en la penumbra no se les puede ver la cara. Les aguardan formando un semicírculo mirando hacia el pozo, con los bastones cruzados frente a su pecho. Las criaturas que les escoltan quedan detrás de los investigadores, cerrando junto con los encapuchados un círculo en el que les encierran. (N. del G.: los presentes son la totalidad de los sacerdotes de la Hermandad del Faraón Negro –Gavigan incluido).
Detrás de los hombres hay un altar, un cuadrado de unos siete metros y medio en lo alto, al que conducen desde tres lados sendas escalinatas de cuatro metros y medio. En lo alto reposa el sarcófago de la Reina Nitocris sobre un bloque sacrificial blanco. En las cuatro esquinas del altar han sido esculpidos unos braseros de piedra en los que arde una luz amarilla enfermiza. Junto a la piedra del altar aguarda otro hombre, que viste una túnica negra mucho más sencilla que la de los otros y sin capucha, y que porta en sus manos una extraña urna (N. del G.: que contiene las cenizas de Shakti, necesarias para llevar a cabo su resurrección).
Más allá se intuye en la penumbra una pasarela a unos nueve metros de altura, que llega hasta otra escalera que la comunica con el nivel en el que se encuentran los investigadores. La pasarela no es simétrica, y no hay otra escalera al otro lado, sino que continúa hacia la oscuridad.
Uno de los sacerdotes, con acento inglés (N. del G.: aunque es británico, no es Gavigan) dice: “Dr. clive, por favor, proceda a registrar a nuestros... visitantes”. En ese momento el hombre que había junto al altar deja la urna a los pies del sarcófago y empieza a descender las escaleras. Viendo que algunos de los investigadores obviamente están en tensión, para atacar a la mínima posibilidad, los sacerdotes se ven obligados a lanzar otra advertencia, y tras un gesto con los cetros de uno de los sacerdotes Vanheuvelen, al que ya consideran inútil para sus propósitos, entra en combustión espontánea de forma instantánea, con mortales consecuencias. Tras la demostración de poder casi todos los investigadores cambian de idea. El Dr. Clive se acerca a registrar al primero, que resulta ser el Teniente Perchov. Obligado por la presión de portar la daga y por la locura, el Teniente arremete contra el Dr. Clive, y ambos acaban igual que el holandés (N. del G.: Aunque el teniente llevaba dinamita, este fuego impío no calienta el entorno, sólo incinera a las víctimas, y no la hace detonar). Uno de los desagradables seres continúa lo que el Dr. Clive ha dejado inconcluso, y les quita todo lo que llevan encima, ropa incluida, dejándoles totalmente desnudos. La criatura recoge todas las posesiones del grupo (también las de Vanheuvelen y las del Teniente Perchov) y las amontona ante uno de los sacerdotes.
A estas alturas los investigadores se lo han hecho todo encima y están en estado semicatatónico, así que no reaccionan cuando a espaldas de los sacerdotes, una silueta de pantera salta ágilmente desde la pasarela hasta el altar, cayendo tras el sarcófago. Inmediatamente después, ven erguirse una silueta de mujer, que tras observar un instante vuelve a agazaparse en la oscuridad.
El sacerdote con acento inglés continúa hablando: “En la segunda mitad del S XVIII a.C., Nophru-Ka, poderoso sacerdote y dirigente egipcio, fue uno de los primeros miembros del movimiento separatista que se originó en el delta del Nilo, y que se denominó posteriormente XIV dinastía. Él y sus seguidores adoraban a nuestro señor oscuro en templos secretos subterráneos (como éste), y con su poderosa ayuda, Nophru-Ka trazó siniestros designios para el faraón. Enterado del complot contra su vida y su reino, el faraón Klasekehmre Neferhotep I envió espías y asesinos hasta los lugares más remotos del reino en busca del gran sacerdote. Por fin, le encontraron en un templo subterráneo secreto, en lo más profundo de los desiertos occidentales. Hallándole arrodillado para rezar, los asesinos le atacaron, hiriéndole de muerte antes de ser literalmente despedazados por sus fieles seguidores. Con su último aliento, Nophru-Ka pronunció la profecía que más tarde fue reproducida por el árabe loco Abd al-Azrad:
“y se soñó de nuevo con el sacerdote Nophru-Ka, y con las palabras que pronunció en su muerte; cómo el hijo se alzaría para reclamar el título, y que el hijo dirigiría el mundo en nombre de su padre, y vengaría la muerte de éste, y llamaría a la Bestia a la que se adora, y las arenas beberían sagre de la semilla del faraón; y esto es lo que profetizó Nophru-Ka”
Cuando el faraón tuvo conocimiento de la muerte de Nophru-Ka, sus seguidores habían tenido tiempo de llevar el cuerpo a un pequeño valle, donde le enterraron en una tumba construida apresuradamente.
Esta tumba es la que, mediante la expedición Clive, estamos buscando. Al parecer, la información necesaria para encontrar el paradero exacto se encuentra en ciertos pergaminos ligeramente posteriores, conocidos como los Ritos Fúnebres de Luveh-Keraph. Según averiguamos más tarde, dichos pergaminos se encontraban en manos de una sacerdotisa de Bast, escondidos en un templo secreto en el casco antiguo. Ninguno de nosotros ni de los hombres de la Hermandad podría robarlos, porque eso nos delataría; el templo de Bast está vigilado constantemente. En ese momento fue cuando apareció nuestro recientemente fenecido títere holandés, rogando al Dr. Clive que le dejara volver a ser miembro de la expedición. Sabíamos que el holandés robaría los pergaminos si le proporcionábamos la ubicación del templo. Sin embargo, su codicia era más grande de lo que pensábamos, y se escondió en algún rincón de la ciudad consiguiendo eludirnos por un tiempo. Fue en ese momento cuando apareció la señorita Wells, a la que cuando estábamos siguiendo nos condució hasta el holandés.”
En ese momento otro de los sacerdotes le interrumpe (N. del G.: éste sí es Gavigan) con palabras cargadas de odio, en contraste con la prepotente tranquilidad del anterior: “¡Por supuesto, esa puta no está presente! Siempre se escurre como agua entre los dedos, y se limita a mandar constantemente zánganos que le hagan el trabajo sucio. Por cada uno que matamos, aparece otro que le sustituye. ¿¡Qué os ha prometido para atreveros a enfrentar nuestra ira!? ¿Riquezas? ¿Poder? ¡Si pudiera...”
El primero vuelve a tomar la palabra, interrumpiendo los gritos de Gavigan: “Veamos que traían nuestros amigos”. Y el sacerdote que tenía ante él las pertenencias empieza a investigar. Muestra a todos las inútiles armas, los explosivos, etc. Un coro de estruendosas carcajadas surge de los hombres encapuchados. Súbitamente, las risas cesan cuando el sacerdote alza uno de los objetos para que todos lo vean. Se oyen murmullos: “¿Es la Daga?”, “La Daga de Thoth...”, “¿Pero cómo...?”, “Imposible”. El sacerdote que sostiene la daga empieza a decir “No, no es la...”
Una voz femenina interrumpe sus cavilaciones: “¡Tirad los cetros! ¡Dejadles ir!” Un sin fin de pares de ojos de felino observa al círculo desde las tinieblas del templo. Amenazadores rugidos secundan la orden de Neris. Los sacerdotes oscuros ven, impotentes, como Neris apunta con la verdadera Daga de Thoth sobre el ojo de la momia de Nitocris. Sin opciones, los sacerdotes arrojan los cetros. “¡No te saldrás con la tuya!” grita uno. Neris sonríe maliciosamente y hace una seña a los anodadados investigadores para que se acerquen al altar.
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