LAS MASCARAS DE NYARLATHOTEP- CC- 2.13
DOS PÁJAROS DE UN TIRO
Miguel Ángel (1).......Josefina Pérez.......Ocultista
“Srta. Pérez: del cargo de posesión ilegal de armas, se la encuentra culpable; del cargo de asalto a mano armada, se la encuentra culpable; y del cargo de asesinato en primer grado, se la encuentra... culpable. Deberá ser sometida a arresto previo deportación para ser condenada en su país natal.”
Josefina Pérez es embarcada en un mercante rumbo a su país natal, en Sudamérica. Allí será condenada por los cargos que se le han imputado. Se la confina en uno de los camarotes del castillo de popa, reservados a pasajeros, y la propia tripulación será la que se encargue de custodiarla durante el viaje. (N. del G.: Aunque esto pueda parecer totalmente irregular, los gastos que implicarían realizar las deportaciones por parte de las Autoridades son inmensos. Por eso se suele recurrir a custodia civil, marineros que de todas formas iban a hacer esa ruta. Se les paga un plus por lo especial de su carga, y asunto zanjado. Así todos salen ganando.)
En el camarote, despojada de todos sus efectos personales, sólo puede dedicarse a mirar por el ojo de buey el océano y la cubierta; el viaje durará largos días, y a su llegada a Perú le esperan años de cárcel.
Las monótonas horas pasan lentamente. Tras el día llega la noche, y tras la noche el día. El único cambio en un ciclo aparentemente eterno es el clima. El mar comienza a embravecerse con el paso de las jornadas. Varios días después de zarpar, el mercante se interna en una tormenta. El aparato eléctrico ilumina la cubierta del barco una y otra vez, con potentes relámpagos. Los estampidos de los truenos y el mar rugiente lo ensordecen todo. Josefina no deja de mirar a través del ojo de buey.
Entre los flashes de la tormenta, una oscura silueta sube al techo del castillo de proa. Por allí trastea, diligente y misteriosa, con algún oscuro designio. Pacientemente, acomete sus actividades bajo el fragor de los truenos. Finalmente, se aleja.
Muy poco después, una explosión que no es de la tormenta se deja oír. Parte del techo del castillo de proa ha saltado por los aires, incluida la antena de radio. Inmediatamente, siluetas de marineros se empiezan a amontonar en la balanceante cubierta para ver qué es lo que pasa. Consternados, observan cómo trozos de la antena ruedan por la cubierta. El daño es irreparable, y no podrán comunicarse por radio en caso de necesitar ayuda con la tormenta. Muchos piensan que las cosas no podrían ir peor... pero se equivocan.
Junto al flanco del barco, varios fogonazos preceden la caída de marineros heridos a cubierta. ¡Les están atacando! Un barco desconocido les toma al abordaje. Siniestras siluetas saltan a la cubierta del mercante desde su embarcación, pasando a cuchillo a todo marinero que pillan; la resistencia no se hace esperar, y es valerosa, pero inútil. Los asaltantes les han pillado por sorpresa, y en el abordaje inicial muchos marineros han resultado heridos. Sin la antena de radio es imposible pedir auxilio.
Fogonazos arrítmicos en las ventanas del castillo de proa anuncian la muerte de los últimos tripulantes del mercante. Los desconocidos verdugos han hecho bien su trabajo. Los asaltantes que quedan (ya que también ellos han sufrido bajas) son tres. Vuelven de registrar las cubiertas inferiores del barco, en donde habrán acabado con los marineros que hubiera allí; y ahora se dirigen al castillo de popa. Están buscando algo. O a alguien.
Al acercarse, Josefina ve cómo van vestidos los desconocidos. Todos ellos lucen mantos negros. Dos de ellos llevan un palo con un pincho en un extremo como arma, y el otro, que parece ser el líder, lleva dos bastones de apariencia egipcia. Además, el manto de éste es distinto, ya que tiene un gran ankh invertido en el pecho. Pérez ha visto demasiado como para saber que se enfrenta a dos fanáticos sectarios y su sacerdote. Y que han venido a por ella.
Mientras oye cómo registran otros camarotes, Pérez sólo puede recurrir a una defensa. Le repugna hacerlo, pero no queda otro remedio si quiere sobrevivir a este encuentro. En sus aventuras, Pérez ha conocido atisbos de la Realidad que se esconde tras la inocente apariencia de las cosas. Sabe de la destrucción y la maldad que pueden desatarse, recurriendo al poder de extrañas deidades ya olvidadas antes del nacimiento del Hombre: los Primigenios.
Sus labios pronuncian blasfemas palabras en un lenguaje insano que no debería existir. Sus manos realizan complicados gestos, mientras su concentración va en aumento. Y cuando la puerta de su camarote se abre, ella alza la mano fuera, en el pasillo, donde están los otros.
Del dedo de Josefina surge un símbolo rojo que brilla apagadamente. El Signo Rojo del Socavador, irrisoria muestra de Su poder, es un vórtice de sufrimiento que atenaza a todos los seres vivos que tienen la desgracia de estar junto a él. Desesperados, los dos sectarios se convulsionan en el suelo del pasillo mientras sus entrañas empiezan a revolverse en el interior de sus cuerpos. Sorprendido, el sacerdote reacciona justo a tiempo: cruzando los cetros gemelos frente a su pecho hacia el Signo, implora protección a su señor, el Faraón Negro. Así, el sacerdote es inmune a los efectos del poderoso Signo Rojo. Pero éste se pregunta: “¿Quién es aquél capaz de conjurar el poder de Shudde M’ell, el Socavador?”
Durante interminables minutos la agonía se prolonga. La propia Josefina empieza a sucumbir a los efectos del Signo, y se ve obligada a ceder. Su mano desciende, y el Signo desaparece. Los dos fanáticos siguen en el suelo. Sólo uno de ellos continúa moviéndose. Confiada, Pérez avanza al pasillo, y se encuentra de frente con el sacerdote, intacto. Sus miradas se cruzan en un instante que parece eterno. Miden sus poderes. Josefina Pérez observa al sacerdote. Tewfik Al-Sayed observa a la investigadora. Pero algo distrae su atención, en un punto por encima de Josefina, a sus espaldas. En ese momento, el sacerdote muestra una mueca mezcla de horror e ira y gruñe: “¡Gavigan!”, para acto seguido dar media vuelta y salir corriendo. En un arranque de furia asesina y autoconservación, Pérez recoge el palo de las manos exangües de uno de los sectarios, y se lo arroja enérgicamente al sacerdote, quien se aleja corriendo. El instrumento de muerte gira en el aire y alcanza a su objetivo. El pincho del extremo se clava en la cabeza del infortunado con un sonoro y macabro “pchapt”, y éste cae muerto en la cubierta. Es el fin de Tewfik Al-Sayed, sacerdote de la Hermandad del Faraón Negro.
Pérez recoge el otro palo, y se asegura de rematar a los dos sectarios. Cuando alza la vista observa la razón por la que salía corriendo el sacerdote: los relámpagos iluminan una gran silueta, un enorme gusano que se acerca, enroscándose en el cielo, al barco. La malignidad de este horror alado es obvia y aplastante. El equilibrio mental de Pérez se tambalea mientras recurre a la esencia mágica que aún resta en su interior. Para protegerse, no le queda más opción que intentar encerrar al monstruo en una barrera mágica. Sin embargo, ésta debe ser lo bastante fuerte. De lo contrario, no será suficiente para contener al Ser y éste atacará a placer con una furia incontenible. Gracias a sus conocimientos de ocultismo, Pérez sabe que los bastones del sacerdote pueden proporcionarle un impulso mágico adicional en cualquier hechizo. Así pues, los recoge y, cruzándolos frente a su pecho como había hecho el sacerdote, comienza el ritual.
Las manos de Pérez, sin dejar de sostener los cetros, bailan al son de un ritmo inaprensible, y de sus labios vuela una retahíla de sílabas sin sentido para el no iniciado. La cacofonía se prolonga durante un minuto, tiempo durante el cual Pérez acumula todo el poder del que es capaz. De repente, una esfera translucida de 100m. de diámetro envuelve la Cosa alada, que la golpea y se agita con poderosa furia en su interior. La blasfema monstruosidad queda atrapada en la esfera, la cual queda estática flotando en el punto en que ha sido creada; sin embargo, el barco mercante se aleja a la deriva, sin tripulación que lo gobierne, arrastrado por el ímpetu de la tormenta.
Pérez, que ha superado con creces el límite de su cordura, se desmorona en la cubierta, totalmente catatónica. Afortunadamente, otra embarcación encuentra el mercante, y su tripulación puede socorrerla antes de que la intemperie y la deshidratación acaben con ella. A partir de ahora será el foco de una nueva leyenda del mar, otra de tantas. La única superviviente loca de algún mal desconocido.
La embarcación la conduce de vuelta a Londres, donde se la interna en un manicomio para su tratamiento mental, sin identidad conocida (N. del G.: el plan de Gavigan consistía en enviar a Tewfik con unos cuantos sectarios en una embarcación tras el mercante en el que iba Josefina. Previamente, Tewfik se habría encargado de colar a un polizón en el mercante, que en un momento acordado reventase la antena de radio incomunicando a la embarcación. En ese momento Tewfik y sus sectarios tomarían al asalto el barco, acabarían con la tripulación y saquearían el barco, fingiendo un ataque pirata, y buscarían y asesinarían a Pérez. Hasta aquí lo que concierne a Josefina Pérez. Pero Gavigan tenía también una sorpresa reservada para Tewfik. Gavigan, usando su magia negra, es el que ha invocado a ese horror alado para acabar con todo aquel que hubiera tanto en la embarcación de Tewfik como en el mercante. En la primera el Ser hizo bien su trabajo, pero en el mercante se topó con Pérez, quien le encerró (temporalmente, pero lo suficiente como para salvarse) en la barrera mágica. Afortunadamente para Pérez, Gavigan no se llegará a enterar de que ha sobrevivido, dando el asunto por zanjado; que él sepa, además de atar un cabo suelto se ha alzado como líder indiscutible de la Hermandad del Faraón Negro.)
Josefina Pérez es embarcada en un mercante rumbo a su país natal, en Sudamérica. Allí será condenada por los cargos que se le han imputado. Se la confina en uno de los camarotes del castillo de popa, reservados a pasajeros, y la propia tripulación será la que se encargue de custodiarla durante el viaje. (N. del G.: Aunque esto pueda parecer totalmente irregular, los gastos que implicarían realizar las deportaciones por parte de las Autoridades son inmensos. Por eso se suele recurrir a custodia civil, marineros que de todas formas iban a hacer esa ruta. Se les paga un plus por lo especial de su carga, y asunto zanjado. Así todos salen ganando.)
En el camarote, despojada de todos sus efectos personales, sólo puede dedicarse a mirar por el ojo de buey el océano y la cubierta; el viaje durará largos días, y a su llegada a Perú le esperan años de cárcel.
Las monótonas horas pasan lentamente. Tras el día llega la noche, y tras la noche el día. El único cambio en un ciclo aparentemente eterno es el clima. El mar comienza a embravecerse con el paso de las jornadas. Varios días después de zarpar, el mercante se interna en una tormenta. El aparato eléctrico ilumina la cubierta del barco una y otra vez, con potentes relámpagos. Los estampidos de los truenos y el mar rugiente lo ensordecen todo. Josefina no deja de mirar a través del ojo de buey.
Entre los flashes de la tormenta, una oscura silueta sube al techo del castillo de proa. Por allí trastea, diligente y misteriosa, con algún oscuro designio. Pacientemente, acomete sus actividades bajo el fragor de los truenos. Finalmente, se aleja.
Muy poco después, una explosión que no es de la tormenta se deja oír. Parte del techo del castillo de proa ha saltado por los aires, incluida la antena de radio. Inmediatamente, siluetas de marineros se empiezan a amontonar en la balanceante cubierta para ver qué es lo que pasa. Consternados, observan cómo trozos de la antena ruedan por la cubierta. El daño es irreparable, y no podrán comunicarse por radio en caso de necesitar ayuda con la tormenta. Muchos piensan que las cosas no podrían ir peor... pero se equivocan.
Junto al flanco del barco, varios fogonazos preceden la caída de marineros heridos a cubierta. ¡Les están atacando! Un barco desconocido les toma al abordaje. Siniestras siluetas saltan a la cubierta del mercante desde su embarcación, pasando a cuchillo a todo marinero que pillan; la resistencia no se hace esperar, y es valerosa, pero inútil. Los asaltantes les han pillado por sorpresa, y en el abordaje inicial muchos marineros han resultado heridos. Sin la antena de radio es imposible pedir auxilio.
Fogonazos arrítmicos en las ventanas del castillo de proa anuncian la muerte de los últimos tripulantes del mercante. Los desconocidos verdugos han hecho bien su trabajo. Los asaltantes que quedan (ya que también ellos han sufrido bajas) son tres. Vuelven de registrar las cubiertas inferiores del barco, en donde habrán acabado con los marineros que hubiera allí; y ahora se dirigen al castillo de popa. Están buscando algo. O a alguien.
Al acercarse, Josefina ve cómo van vestidos los desconocidos. Todos ellos lucen mantos negros. Dos de ellos llevan un palo con un pincho en un extremo como arma, y el otro, que parece ser el líder, lleva dos bastones de apariencia egipcia. Además, el manto de éste es distinto, ya que tiene un gran ankh invertido en el pecho. Pérez ha visto demasiado como para saber que se enfrenta a dos fanáticos sectarios y su sacerdote. Y que han venido a por ella.
Mientras oye cómo registran otros camarotes, Pérez sólo puede recurrir a una defensa. Le repugna hacerlo, pero no queda otro remedio si quiere sobrevivir a este encuentro. En sus aventuras, Pérez ha conocido atisbos de la Realidad que se esconde tras la inocente apariencia de las cosas. Sabe de la destrucción y la maldad que pueden desatarse, recurriendo al poder de extrañas deidades ya olvidadas antes del nacimiento del Hombre: los Primigenios.
Sus labios pronuncian blasfemas palabras en un lenguaje insano que no debería existir. Sus manos realizan complicados gestos, mientras su concentración va en aumento. Y cuando la puerta de su camarote se abre, ella alza la mano fuera, en el pasillo, donde están los otros.
Del dedo de Josefina surge un símbolo rojo que brilla apagadamente. El Signo Rojo del Socavador, irrisoria muestra de Su poder, es un vórtice de sufrimiento que atenaza a todos los seres vivos que tienen la desgracia de estar junto a él. Desesperados, los dos sectarios se convulsionan en el suelo del pasillo mientras sus entrañas empiezan a revolverse en el interior de sus cuerpos. Sorprendido, el sacerdote reacciona justo a tiempo: cruzando los cetros gemelos frente a su pecho hacia el Signo, implora protección a su señor, el Faraón Negro. Así, el sacerdote es inmune a los efectos del poderoso Signo Rojo. Pero éste se pregunta: “¿Quién es aquél capaz de conjurar el poder de Shudde M’ell, el Socavador?”
Durante interminables minutos la agonía se prolonga. La propia Josefina empieza a sucumbir a los efectos del Signo, y se ve obligada a ceder. Su mano desciende, y el Signo desaparece. Los dos fanáticos siguen en el suelo. Sólo uno de ellos continúa moviéndose. Confiada, Pérez avanza al pasillo, y se encuentra de frente con el sacerdote, intacto. Sus miradas se cruzan en un instante que parece eterno. Miden sus poderes. Josefina Pérez observa al sacerdote. Tewfik Al-Sayed observa a la investigadora. Pero algo distrae su atención, en un punto por encima de Josefina, a sus espaldas. En ese momento, el sacerdote muestra una mueca mezcla de horror e ira y gruñe: “¡Gavigan!”, para acto seguido dar media vuelta y salir corriendo. En un arranque de furia asesina y autoconservación, Pérez recoge el palo de las manos exangües de uno de los sectarios, y se lo arroja enérgicamente al sacerdote, quien se aleja corriendo. El instrumento de muerte gira en el aire y alcanza a su objetivo. El pincho del extremo se clava en la cabeza del infortunado con un sonoro y macabro “pchapt”, y éste cae muerto en la cubierta. Es el fin de Tewfik Al-Sayed, sacerdote de la Hermandad del Faraón Negro.
Pérez recoge el otro palo, y se asegura de rematar a los dos sectarios. Cuando alza la vista observa la razón por la que salía corriendo el sacerdote: los relámpagos iluminan una gran silueta, un enorme gusano que se acerca, enroscándose en el cielo, al barco. La malignidad de este horror alado es obvia y aplastante. El equilibrio mental de Pérez se tambalea mientras recurre a la esencia mágica que aún resta en su interior. Para protegerse, no le queda más opción que intentar encerrar al monstruo en una barrera mágica. Sin embargo, ésta debe ser lo bastante fuerte. De lo contrario, no será suficiente para contener al Ser y éste atacará a placer con una furia incontenible. Gracias a sus conocimientos de ocultismo, Pérez sabe que los bastones del sacerdote pueden proporcionarle un impulso mágico adicional en cualquier hechizo. Así pues, los recoge y, cruzándolos frente a su pecho como había hecho el sacerdote, comienza el ritual.
Las manos de Pérez, sin dejar de sostener los cetros, bailan al son de un ritmo inaprensible, y de sus labios vuela una retahíla de sílabas sin sentido para el no iniciado. La cacofonía se prolonga durante un minuto, tiempo durante el cual Pérez acumula todo el poder del que es capaz. De repente, una esfera translucida de 100m. de diámetro envuelve la Cosa alada, que la golpea y se agita con poderosa furia en su interior. La blasfema monstruosidad queda atrapada en la esfera, la cual queda estática flotando en el punto en que ha sido creada; sin embargo, el barco mercante se aleja a la deriva, sin tripulación que lo gobierne, arrastrado por el ímpetu de la tormenta.
Pérez, que ha superado con creces el límite de su cordura, se desmorona en la cubierta, totalmente catatónica. Afortunadamente, otra embarcación encuentra el mercante, y su tripulación puede socorrerla antes de que la intemperie y la deshidratación acaben con ella. A partir de ahora será el foco de una nueva leyenda del mar, otra de tantas. La única superviviente loca de algún mal desconocido.
La embarcación la conduce de vuelta a Londres, donde se la interna en un manicomio para su tratamiento mental, sin identidad conocida (N. del G.: el plan de Gavigan consistía en enviar a Tewfik con unos cuantos sectarios en una embarcación tras el mercante en el que iba Josefina. Previamente, Tewfik se habría encargado de colar a un polizón en el mercante, que en un momento acordado reventase la antena de radio incomunicando a la embarcación. En ese momento Tewfik y sus sectarios tomarían al asalto el barco, acabarían con la tripulación y saquearían el barco, fingiendo un ataque pirata, y buscarían y asesinarían a Pérez. Hasta aquí lo que concierne a Josefina Pérez. Pero Gavigan tenía también una sorpresa reservada para Tewfik. Gavigan, usando su magia negra, es el que ha invocado a ese horror alado para acabar con todo aquel que hubiera tanto en la embarcación de Tewfik como en el mercante. En la primera el Ser hizo bien su trabajo, pero en el mercante se topó con Pérez, quien le encerró (temporalmente, pero lo suficiente como para salvarse) en la barrera mágica. Afortunadamente para Pérez, Gavigan no se llegará a enterar de que ha sobrevivido, dando el asunto por zanjado; que él sepa, además de atar un cabo suelto se ha alzado como líder indiscutible de la Hermandad del Faraón Negro.)
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