LAS MASCARAS DE NYARLATHOTEP - CC- 5.07

EL CAMPAMENTO DE LA MUERTE

Miguel Ángel (3).......James Curtnert............Cazador
Dani (5)..................Adrian Eastwood..........Agente de negocios de importación-exportación
Migu3l (4)...............Frank Donahew.............Arqueólogo del Museo Egipcio de El Cairo
Lvis (6)...................Steve Donahew............Antropólogo del Museo Egipcio de El Cairo y profesor de Universidad


Entre el Pozo Mallowa y el Pozo Nibil, la expedición descubre las huellas de muchos vehículos que se separan de la ruta del ganado y se dirigen hacia las arenosas colinas del Norte. Parece que la pista, en tan buenas condiciones como podría estarlo cualquier carretera australiana, se dirige hacia la posición indicada por Arthur MacWhirr.
Los investigadores están de acuerdo con Dodge acerca de que la carretera es un golpe de suerte demasiado bueno como para no aprovecharlo, y los poderosos Daimlers se internan en una parte del desierto que tiene aún menos rastros si cabe.
La carretera no parece haber sido usada desde hace algún tiempo: hay montones de arena que a veces tapan el camino. En algunos lugares, los investigadores observan algunos hierbajos que crecen en el interior de las roderas. El viaje prosigue en línea recta, con pocas curvas. No hay ni rastro de los cicló­peos bloques de piedra que se ven en las fotografías de MacWhirr, a pesar de que el terreno parezca ser el mismo que el de las fotos. En dos horas, la expedición viaja unos sesen­ta kilómetros en dirección Norte. Luego, la carretera se acaba.
Agrupadas junto a un saliente rocoso de casi 7 metros de altura hay una docena o así de restos de tiendas de cam­paña, varias pilas de embalajes que llegan a la altura de la cabeza, varios tubos largos y taladros, una pequeña choza marcada con la palabra Explosivos y un pequeño edificio intacto que tiene en su parte superior varios instrumentos mecánicos. Al final de la hilera de tiendas se encuentra un viejo camión Ford, aplastado y destrozado como si algo gigantesco lo hubiese pisado. Al parecer, este lugar ha sido una especie de campamento minero. Sigue sin haber ni ras­tro de los extraños bloques curvilíneos de piedra.
Al bajar de los vehículos, los asombrados investigadores pueden ver huesos humanos entre la arena y los cascotes. Bastantes de los esqueletos están más o menos enteros, pero con los huesos rotos. Los investigadores (con las armas preparadas) se ponen a curiosear por las tiendas; hay una tienda que había sido salvajemente desgarrada pero que, al contrario que las demás, ha sido recosida de nuevo con sumo cuidado. En el inte­rior hay ropa, cerillas usables, comida enlatada (y latas vacías de la misma comida), varias linternas, queroseno y otros útiles domésticos. Parece que alguien vive en esta tienda (y no en las demás).
Curtnert se va a investigar a la choza de los explosivos. La cerradura de la puerta está rota y el interior del pequeño edificio está vacío, con la excepción de dos cajas sólidas de madera que están vacías: son cajas de dinamita con las características de los pode­rosos barrenos mineros que una vez contuvieron. Cada caja contenía 48 barrenos. Detrás de la choza hay otras cajas vacías de dinamita, que han sido dejadas a la intemperie y que ahora están medio llenas de arena.
Frank Donahew va a ver el camión aplastado, en donde no queda nada que pueda ser aprovechado. Observa un extraño ras­tro de huellas que empieza y se acaba de repente, como si lo que lo produjo aterrizase sobre el camión, andase un poco y luego volvie­se a volar. Cada huella parece ser de un pie con cinco dedos, pero las huellas en sí son enormes (de unos 2 metros). Son exactamente como los dibujos del Chico del Poder y del aborigen… pero éstos nos son dibujos. Lo que quiera que las produjo era enorme y volaba, ¡pero no tenía alas! Curtnert llega para reunirse con el extrañado Frank, y ratifica sus conclusiones, por inverosímiles que parezcan.


Las extrañas huellas

Por su parte, Steve Donahew y Adrian Eastwood han ido a investigar el otro edificio de madera, que protege la parte superior de un profundo pozo y hace de armazón para el pequeño ascensor descubierto suspendido en la parte supe­rior del mismo. La luz y el ruido producido cuando tiran cosas al pozo sólo revelan que es muy profun­do. Revisan todo y ven que los cables, el torno, la pla­taforma etcétera están en buen estado y son totalmente segu­ros. El ascensor se maneja desde el interior.
A continuación exploran las inmediaciones de las tiendas, y descubren algo muy curioso: en la pared rocosa que se encuentra detrás de las tiendas se puede ver una mancha oscu­ra sobre el fondo de las rocas de color rojo. Un examen más de cerca muestra que en el centro de la mancha hay un peque­ño manantial, que origina una corriente de agua del grosor de un lápiz que brota de la roca, describe un arco en el aire y cae en una palangana esmaltada de color blanco colocada entre las rocas inferiores. El agua que se derrama de la palangana mana hasta lle­gar a una grieta en la roca y luego desaparece. El agua es fres­ca, potable y transparente. Los investigadores se sorprenden de la existencia de un manantial cerca de la cima de las rocas, en donde teóricamente no debería existir agua. No hay ninguna señal de dónde puede venir el agua. (N. del G.: Este manantial es un regalo del Chico del Poder a Jeremy Grogan, de quien se habla a continuación).
Cuando el grupo vuelve a reunirse y a discutir el siguiente plan a seguir, oyen ladridos de animales que vienen del otro extremo del campamento; poco después pueden distinguir a media docena de perros (dingos, en realidad), que contemplan a los expedicio­narios desde lo alto de una duna cercana. En ese momento, se oye a un hombre silbar y los perros se van de la duna y desaparecen de la vista.
Frank Donahew se adelanta como explorador y les sigue, subiendo por un montecillo bajo y arenoso. Allí encuentra las pisadas de los dingos. Bajando un poco por el otro lado de la duna, las huellas se unen con pisadas de zapatos humanos. No es difícil seguir a los que han dejado ese rastro de huellas. Tras pocos minu­tos, Frank llega hasta un grupo de dingos de pela­je rojo marrón que rodean a un hombre blanco desnudo que sólo lleva puestos unos zapatos estilo Oxford. El hombre está de pie, en medio de un círculo formado por cinco varas de madera con dibujos geométricos toscamente pintados.
¡Marchaos de aquí, hijos de Satanás! ¡Vade retro! ¡Cuidado con acercaros!" grita el hombre “¡Mis amigos dingos os harán pedazos!” Como si quisiesen demostrar que lo que dice es cierto, los dingos se separan en grupos y comienzan a arrastrarse hacia ambos lados de Frank, preparándose para atacarle. Frank no le consigue convencer, y debe huír antes de que los dingos le ataquen, con los dientes brillando como si fuesen lanzas.
Frank vuelve para explicar al resto de investigadores la situación, y con mucha labia, Adrian Eastwood consigue convencer a tan extraño personaje que no representan una amenaza para él.


Jeremy Grogan

Y entonces, Jeremy Grogan les cuenta su historia: Grogan está casi loco. Habla por impulsos, separados por segundos o minutos de silencio. Es un hombre astuto y en condiciones normales no se podría confiar en él, pero en este caso no dice nada más que la verdad. Los investigadores se sientan a su lado durante un buen rato a escuchar todo lo que le ha ocurrido:
No sé cuánto tiempo ha transcurrido. Años, creo. Había tenido una racha de mala suerte en Cuncudgerie, cuando conocí a un yanqui que juraba tener en su poder el mapa de un fabuloso filón de oro, allá por el Este. Bueno, como todos los patrones, parecía ser una persona astuta, pero estaba dispuesto a pagar un adelanto allí mismo, con lo que acepté el trabajo. Era un trabajo de minero.
Contrató a muchos hombres, más de veinte y todos estábamos de acuerdo en que ese tipo estaba chalado y que trabajaríamos hasta que ese estúpido se quedase sin dinero y luego volveríamos al pueblo. Bueno, eso es lo que hace un trabajador; primero un empleo y luego otro.
Ese tipo se llamaba John Carver. Nos llevó hasta aquí, donde es imposible que hubiese oro y mucho menos cuarzo veteado de oro, e hizo que caváramos en un lugar exacto. No paraba de repetir una y otra vez que 'Mis investigaciones son infalibles'; ¡y el Señor sabe cuánto nos reíamos de eso! Nos aseguramos de que nos pagase cada día, porque a ese tipo se le iba a acabar el dinero. De modo que cavamos a través de arena y luego sedimen­tos y luego rocas. Y en ese momento el dinero se acabó. Decidimos que si no había dinero, no se trabajaba y como prometimos, nos sentamos a esperar a los camiones de aprovisionamiento que nos llevarían de vuelta a Cuncudgerie.
Mientras tanto, el yanqui comenzó a comportarse de una manera extraña, adentrándose en el desierto, hacien­do ver que hablaba con cosas invisibles, haciendo ges­tos y cosas así. Luego desapareció durante un día entero y parte del siguiente y cuando volvió sus ojos parecían salvajes y demoníacos. 'Hay una manera,' dijo, 'hay otra manera de entrar y Dios me la ha mostrado. Os podéis marchar si queréis; ya no os necesito.' Uno de los traba­jadores dijo algo acerca de los salarios que se debían por los días que habían pasado esperando a los camio­nes y bastantes otros usaron un lenguaje muy maleducado. Su cara tomó un semblante muy, muy cruel. 'Si esto es lo que pensáis,' dijo, 'entonces me esforzaré para que todos vosotros os pongáis pronto en camino; todos voso­tros.' Bueno, esto no sonaba muy bien, pero ¿qué podía hacer él, siendo sólo uno contra dos docenas de nosotros?
Se marchó, internándose en el desierto. Esa noche, un par de los muchachos me pillaron haciendo trampas en las cartas y me hicieron correr por los matorrales antes de que pudiera despistarlos. Cuando me arrastraba de vuelta al campamento, vi a Carver aparecer sobre la pared rocosa, gesticulando y señalando con sus manos y enton­ces una gran cosa alada con garras tan gruesas como maromas bajó del cielo, destruyó el campamento y no dejó a nadie con vida.
Cuando los hombres se dieron cuenta de que las armas no le hacían ningún daño, chillaban como anima­les acorralados. ¡Dios!
Parecía que internarse en el desierto era mejor mane­ra de morir, de modo que me largué del lugar. Cualquier cosa era mejor que encontrarse con ese hombre diabóli­co o su demonio. Al día siguiente encontré una sombra y me estiré allí para morir. Por alguna razón eso hizo que mi mente se aclarase y me eché a dormir. Mientras dormía, soñé con un chico aborigen de nueve o diez años. El chico tenía los ojos muy redondos y brillaban como si pudiese entenderlo todo. Ese era el Chico del Poder con el que soñé. Quizás no me creáis, pero cuando desperté, todo lo que había soñado resultó ser verdad.
No sé cuál es el nombre verdadero del chaval. Yo sólo le llamo el Chico del Poder, porque tiene mucha fuer­za o magia o lo que sea. No podía hablar inglés ni Pidgin, de modo que habló conmigo en el interior de mi cabeza. Me dijo que debía esperar en los alrededores del campa­mento, que mi destino era esperar, que había estado espe­rando toda mi vida para esto. Y supe de repente que tenía razón, porque hasta entonces nada me había parecido importante.
El Chico me dio cinco palos de madera pintada y me ense­ñó cómo podía usarlos para protegerme de las cosas que venían de las estrellas. También me dijo dónde había nacido un pequeño manantial y dónde podía encon­trar comida. Y llamó a siete dingos para que estuviesen conmigo. Son mis amigos, pero no son reales. Creo que son mágicos, porque mi mente no los acaba de entender y me olvido de cuál es cuál y porque nunca comen.
Grogan no sabe a ciencia cierta a quién está esperando. Con la ayuda del Chico, está a salvo en su campamento. Cuando los investigadores le sugieren que les acompañe, rechaza con viveza la propuesta y permanece en el inte­rior de su círculo de varas. Cuando le preguntan por Carver, dice que se llevó el otro camión, toda la dinamita que quedaba y otros suministros, pero no sabe a dónde. Los dingos y las varas han protegido a Grogan varias veces de un pequeño grupo de aborígenes que parecen obsesionados con la idea de matarle. Tan crueles sujetos tenían garrotes con pequeños dientes incrusta­dos en ellos. Desde que los dingos se comieron a dos de ellos, tienen mucho cuidado de no acercarse a Grogan.
Ya se está haciendo tarde y el grupo decide acampar en las inmediaciones del campamento fantasma; no pueden convencer a Grogan de que acampe con ellos, y se queda en su círculo de varas. Montan guardias, como siempre, pero en esta ocasión no ocurre nada reseñable. (N. del G.: al menos que ellos sepan, porque en la Secta del Murciélago de Arena ya les están preparando una sorpresa…)


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